sábado, 19 de junio de 2010

David El más grande y el más amado rey de Israel




 El más grande y el más amado rey de Israel. Nació en el 1040 a.C. (2 S. 5:4). Se le menciona unas 800 veces en el Antiguo Testamento y 60 en el Nuevo Testamento; y con Salomón, uno de sus monarcas más famosos. Era el menor de ocho hermanos y tenía dones musicales y poéticos notables, que cultivaba mientras pastoreaba ovejas. Ya ungido (probablemente en secreto) como nuevo rey, por Samuel, entró al servicio del rey Saúl. Este, celoso de la fama que David iba adquiriendo, especialmente tras matar a Goliat, trató de quitarle la vida (1 S. 18:13 – 19:1); ante las amenazas que le presentaba Saúl, el joven David se convirtió en proscrito (1 S. 19:11; 21:10); huyó a Gat, ciudad filistea (1 S. 21), y luego se refugió en la apartada cueva de Adulam (1 S. 22). Abiatar y un buen grupo de descontentos Se le unieron (1 S. 22:2). Saúl salió a perseguirlo (1 S. 23; Sal. 7:4; 1 S. 26); cuando Saúl murió en el monte Gilboa en 1010 a.C., lo coronaron rey de Judá (2 S. 2:4). En 1003 a.C. Israel entero lo aclamó rey (2 S. 5:1-5; 1 Cr. 11:10; 12:38). Tras derrotar a los filisteos (2 S. 5:18-25) capturó Jerusalén, baluarte de los jebusitas, y la convirtió en capital religiosa cuando llevó a ella el arca (2 S. 6; 1 Cr. 13; 15:1-3); organizó la adoración (1 Cr. 15, 16); amplió el reino por los cuatro costados (2 S. 8; 10; 12); dio gran impulso al culto de Jehová y ensanchó su reino por sucesivas y extensas conquistas. Durante la guerra con los amonitas, cometió su gran pecado, por el cual recibió castigo y del que se arrepintió sinceramente. Conforme a las costumbres de su tiempo, tuvo varias esposas, una de ellas hija de Saúl.
La figura de David, como hombre y como rey, tiene un relieve tal en la historia del pueblo de Israel que no deja de ser el tipo del Mesías, que debe nacer de su raza. A partir de David, la alianza con el pueblo se hace a través del rey; así, el trono de Israel es el trono de David (Is. 9:6; Lc. 1:32); sus victorias anuncian las del Mesías, lleno del Espíritu, que reposa sobre el hijo de Isaí (1 S. 16:13; Is. 11:1-9); reportará sobre la injusticia. Por la victoria de su resurrección cumplirá Jesús las promesas hechas a David (Hch. 13:32-37) y dará a la historia su sentido (Ap. 5:5).
David, llamado por Dios y consagrado por la unción (1 S. 16:1-13), es constantemente el «bendito» de Dios, al que Dios asiste con su presencia; porque Dios está con él, prospera en todas sus empresas (1 S. 16:18), en su lucha con Goliat (1 S. 17:45 y ss.), en sus guerras al servicio de Saúl (1 S. 18:14 y ss.) y en las que él mismo emprenderá como rey liberador de Israel: «Por doquiera que se iba le daba Dios la victoria» (2 S. 8:14).
David, encargado como Moisés de ser el pastor de Israel (2 S. 5:2), hereda las promesas hechas a los patriarcas, y en primer lugar la de poseer la tierra de Canaán. Es el artífice de esa obra de posesión por la lucha contra los filisteos inaugurada en tiempos de Saúl y proseguida durante su propio reinado (2 S. 5:17-25). La conquista decisiva es coronada por la toma de Jerusalén (2 S. 5:6-10), a la que se llamará «Ciudad de David». Se convierte en la capital de todo Israel, en torno a la cual se efectúa la unidad de las tribus, que con el arca introducida por David ha hecho de Jerusalén una ciudad santa (2 S. 6:1-9), y David desempeña en ella las funciones sacerdotales (2 5. 6:17). Así, «David y toda la casa de Israel» no forman sino un solo pueblo en torno a Dios
David responde al llamado de Dios con una profunda adhesión a la causa del pueblo de Dios. Su religión se caracteriza por el imperativo de servir a la obra de Dios; así se guarda de atentar contra la vida de Saúl, incluso cuando tiene ocasión de deshacerse de su perseguidor (1 S. 24:6). Perfectamente abandonado a la voluntad de Dios, está pronto a aceptarlo todo de El (2 S. 11:25 y ss.) y espera que el Señor transforme en bendiciones todas las desgracias que tiene que sufrir (1 S. 16:17). Es el humilde servidor, confuso por los privilegios que Dios le otorga (2 S. 7:18-29), y por esto es el modelo de los «pobres» que, imitando su abandono a Dios y su esperanza llena de mansedumbre, prolongan su oración en las alabanzas y en las súplicas del Salterio.
Al «cantor de los cánticos de Israel» (2 S. 23:1) debemos hoy los cristianos numerosos salmos, el plano del Templo (1 Cr. 22:2-8), así como la organización del culto en el Templo de Jerusalén (1 Cr. cf r. 23-25) y numerosos cantos (Neh. 12:24-36), e incluso ya en tiempos de Amós se decía que la invención de los instrumentos músicos muchos de ellos venían del mismo David (Am. 6:5).
La gloria de David no debe hacer olvidar al hombre: tuvo sus debilidades y sus grandezas; rudo guerrero, astuto también (1 S. 27:10 y ss.); cometió graves faltas y se mostró débil con sus hijos ya antes de su vejez. Su moral es todavía burda: durante su permanencia con los filisteos se comporta como jefe de salteadores contra los enemigos de Israel (1 S. 27:8-12), y es lo bastante listo para que al cabo de más de un año Aquis no se dé cuenta de ello (1 S. 29:6 y) No se pueden pasar en silencio sus despiadadas reacciones después del incendio de Siclag (1 S. 30:17) y en su lucha contra Moab (2 S. 8:2). Finalmente muestra su condición humana conservando su odio contra todos los que han hecho daño, y confía sus venganzas póstumas a Salomón. Pero 1qué magnanimidad revela en su fiel amistad con Jonatan, en el respeto que muestra siempre a Saúl, así como también al arca (2 S. 15:24-29), a la vida de sus soldados (2 S. 23:13-17), y con su generosidad (1 S. 30:21-25) y perdón (2 S. 19:16-24).
Por lo demás, se muestra político avisado, que se granjea la simpatía en la corte de Saúl y cerca de los ancianos de Judá (1 S. 30: 26-31), desaprobando el asesinato de Avenir (2 S. 3:37, 38) y vengando el homicidio de Cibal (2 S. 4:9-12). David es uno de los grandes hombres del Antiguo Testamento, uno de los precursores de Cristo, uno de los tipos de Jesús el Mesías.
El Mesías desciende de David; el éxito de David hubiera podido hacer creer que se habían realizado ya en él todas las promesas de Dios a Israel. Pero una nueva y solemne profecía da nuevo impulso a la esperanza mesiánica (2 S. 7:12-16). A David, que proyecta construir un templo, le responde Dios que quiere construirle una descendencia eterna: «Yo te edificaré una casa» (2 S. 7:27). Así orienta Dios hacia el prevenir la mirada de Israel. Promesa incondicionada que no destruye la alianza del Sinaí, sino que la confirma concentrándola en el rey (2 S. 7: 24). En adelante, Dios ofrece guiar a Israel y mantener su unidad por la dinastía de David. El Salmo 132 canta el vínculo establecido entre el área —símbolo de la presencia divina— y el descendiente de David.
Así se comprende la importancia del problema de la sucesión al trono davídico y las intrigas a que da lugar (2 S. 9:20; 1 R. 1). Y todavía se comprende mejor el puesto que ocupa David en los oráculos proféticos (Os. 3:5; Jer. 30:9; Ez. 34:23 y ss.). Para ellos evocar a David es afirmar el amor celoso de Dios a su pueblo (Is. 9:6) y la fidelidad a su alianza (Jer. 32:20 y ss.). De esta fidelidad no se puede dudar aun en lo más duro de la prueba (Sal. 89:4 y ss.; 20-46).
Cuando Cristo vino a la tierra se cumplen los tiempos; se llama, pues, a Cristo «Hijo de David» (Mt. 1:1); este título mesiánico no había sido nunca rehusado por Jesús, pero no expresaba plenamente el imperio de su persona; por eso Jesús, viniendo a cumplir las promesas hechas a David, proclama que es más grande que él: es su Señor (Mt. 22:42-45). No es solamente «el siervo de David», pastor del pueblo de Dios (Ez. 34:23 y ss.), sino que es Dios mismo que viene a apacentar y a salvar a su pueblo (Ez. 34:15 y ss.); Jesús es humanamente el «retoño de la raza de David», cuyo retorno aguardan e invocan el espíritu y la esposa (Ap. 22:16 y ss.).